Gabriel tenía solo ocho años el día que comenzó la pesadilla, el veintisiete de febrero de dos mil dieciocho. Desde el primer momento, los investigadores se percataron de que estaban ante un caso potencialmente complejo. En pleno invierno, en la localidad de Las Hortichuelas residen habitualmente no más de una docena de personas, y no había ni testigos ni cámaras de seguridad que pudieran arrojar algo de luz al asunto. Además, la pobre cobertura móvil hacía muy difícil poder triangular los teléfonos presentes en la zona a la hora del suceso.