En 1647 Santiago era un poblado bastante pequeño, de no más de 4 mil habitantes y extremadamente tranquilo, como un barco luminoso en medio del océano e incluso quizás uno de los lugares más alejados del poder español. Sin embargo, la aristocracia local buscaba con desesperación parecerse a los modos de vida europeos y en la calle de mayo de esos años, caminaban mezclándose con esclavos, mestizos, artesanos e indígenas sin sospechar la tremenda tragedia que se vendría encima y cambiaría por décadas la faz de esta ciudad.